Esta desconexión entre espacio y arte público no es un hecho aislado de nuestro país, ni mucho menos deriva únicamente de la mala praxis urbanística. Sobre esto habla Michael North cuando afirma: “el desarrollo más notable en la escultura pública de los últimos 30 años ha sido la desaparición de la propia escultura” [NORTH, Michael (1990). “The public as sculpture: from heavenly city to mass ornament”, vol. 16, no. 14. Summer, pp. 860-879]. No hay un funcionamiento conjunto entre la escultura y su entorno, y así se tiende a “musealizar” cualquier plaza con obras que han de revitalizar y potenciar su valor sin que haya relación entre ambas, más allá de su localización.
Las ciudades se han entendido tradicionalmente bajo el factor económico del valor de su suelo. Éste se convierte en un valor especulativo primordial, así como el medio de soporte de la evolución urbana de una ciudad. Así, hasta el siglo XIX la relación entre espacio público y escultura se veía casi exclusivamente en la representación de algún poder político, religioso, económico… que actuara como mecenas. Es precisamente en este siglo cuando aparece la democratización del espacio público, si se admite la terminología. Grandes ampliaciones urbanas premeditadas y motivos higienistas a sensibilidad del planificador hacen que aparezcan plazas públicas diseminadas por todo el espacio urbano, que no han de guardar una relación directa con su uso.
Si bien es cierto que aparece un nuevo campo de experimentación en la relación entre espacio y escultura o monumento, todo el arte urbano sigue respondiendo a antiguos o modernos héroes ecuestres que vertebran el espacio con su disposición en el centro de cualquier sitio. Hasta la acción artística de Rodin y la aparición de las primeras vanguardias no se aprecia un cambio significativo.
Es el Cubismo el primero que propone la pérdida de la omnipresencia humana hacia la geometrización ambiental. Es interesante esta nueva perspectiva, ya que ya no se puede hablar de monumentos cerrados en su forma e interpretación, sino que la escultura cubista consigue que sea necesaria la interpretación artística y significativa del transeúnte.
El Movimiento Moderno plantea un urbanismo funcional, olvidado de la singularidad. Deja ciudades despersonalizadas en lo urbano, lo que deriva a lo que podríamos llamar la crisis moderna del monumento a mediados del siglo XX. No es sólo culpa del urbanismo macabro, sino de la nueva sociedad de posguerra; la antigua función representativa que tenía la escultura se queda pobre ahora ante un cartel de Coca-Cola. El significado tradicional y simbólico que un monumento podía imprimir ante una sociedad urbana está anticuado si se compara con el efecto global de la publicidad.
Esta nueva tendencia trata de huir de la representación, planteando monumentos o esculturas sin referencia a su entorno. Se genera un ambiente en el que la escultura no tiene significado, y el instrumento es la abstracción. Y es aquí donde espacio urbano y escultura se unen en una relación más que interesante. En palabras de Rosalind Krauss: “Entramos en el arte moderno, en el periodo de la producción escultórica que opera en relación con esta pérdida de lugar, produciendo el monumento como abstracción, el monumento como una mera señal o base, funcionalmente desubicado y fundamentalmente autorreferencial” [Rosalind Krauss, “La escultura en el campo expandido”, en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 293]
La nueva pieza escultórica conjuga volumen y vacío, niega su propio contorno. A fuerza de querer, bajo una premisa artística, obviar el entorno a la hora de plantear la escultura, se consigue una mayor interacción gracias a los juegos de volumen de llenos y vacíos. Hay un resultado en el que el entorno es partícipe de los juegos volumétricos; el paisaje entra dentro de la escultura. Es el momento de las grandes esculturas oxidadas presentes en el imaginario colectivo.
A partir de los años 60 cuando la escultura se deja de entender de modo tan canónico, como objeto artístico a admirar, y se empieza a extender por parques, jardines, calles y plazas. Artistas como Isamu Noguchi plantean la importancia de “reconquistar el espacio público”; se critica un comportamiento que relegaba la escultura a no tener sensibilidad ambiental, al mismo tiempo que el espacio público se convertía en un mero contenedor de la obra.
Hoy estamos familiarizados con los espacios que contienen escultura pero, aparte de esto, el concepto de espacio escultórico casi no ha cambiado. Los escultores piensan el espacio como un receptáculo para la escultura y, en cualquier caso, esta escultura ya es el trabajo en ella misma… Un encargo es engullido por la tradición académica y se convierte en decoración. [Isamu Noguchi, Sculptor´s World, N.Y., Harper and Row, 1968, p. 40]
Es positivo el intento de la democratización escultórica siempre que, como todo, sea de calidad. La presencia de escultura en casi cualquier rincón urbano siempre es de agradecer, aunque muchas veces se propone de modo indiscriminado desde organismos gubernamentales a fin de revitalizar entramados urbanos degradados o para potenciar el valor y uso de espacios públicos.
Fuente de información textual:
https://www.f3arquitectura.es/mies_portfolio/esculturas-urbanas/
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